sábado, 29 de junio de 2013

Dunas

Yo sé que hay un libro de ciencia ficción llamado Dunas. No lo he leído y mi escrito sólo se influencia en el arte del monstruo, portadas del libro que me han llamado la atención. Es fascinante. 


monstruo, dunas,

     La arena se me pega por todas partes. El monstruo se ha comida a una mujer y su hija y lo único que me importa es la arena que se me pega en todas partes. No lo creerían si no lo vieran. El hoyo inmenso que está frente a mí no es más que el producto de la curiosidad de una especie de gusano. Uno monstruoso. Por estos lares el calor es demencial; todos estamos desesperados. “Aquí en las piedras estamos a salvo” dijo el viejo al mando. Yo no estaría tan seguro. Aquel gusano tiene el ancho de una casa ¡Si quisiera nos tira de donde estamos! Cuando se tragó a la señora y su hija, arrancó con él un par de árboles de raíz y tragó una gran cantidad de arena. La tierra se sacudió, se abría ante nosotros. De presentarse el Diablo un día en la tierra, no espero algo menos violento. El polvo que levantó nos hizo pegarnos la tela de la ropa a la boca. La intención es destruirlo con explosivos. Si la carne de ese animalejo fuera comestible, podríamos alimentar a la aldea por meses. La boca del gusano es un gran círculo de dientes afilados, tan anchos y largos como postes de luz. Minutos antes de que se abriera la tierra ya la sentíamos vibrar.

     Estás en Estados Unidos y de un momento a otro estás en presencia del desierto más extenso. Me escondía de unos sujetos que en serio se esmeraban porque yo fuera un buen hombre. Cuando no tienes dinero para pagar tus deudas te vuelves el malo. Mi amigo Amhil Jhalab me debía unos cuentos cientos de miles de dólares que no podía pagarme. Me dijo que, sin embargo, podía esconderme en su país. Cualquier cosa es mejor que la cárcel, le dije. Muy pronto estuve rodeado de arena hasta las orejas, comiendo porquerías bien raras, oh, y conociendo monstruos de arena que devoran personas como ballenas al plankton y militares ajenos a mis circunstancias. Vestirse a la moda occidental ya no era opción. Los trapos que Jhaleb me obsequió hicieron bien su trabajo, pero la barba que me dejé crecer es lo que deja a todos en jaque. Parezco de aquí. Total que un día se presentan hombres de uniforme y vehículos en la ciudad mientras yo comerciaba por los alrededores. Me escondí detrás de un puesto de alimentos creyendo que su presencia tenía que ver conmigo. Llevaba cuatro meses perdiendo la cordura y sin nadie con quien hablar, caminando entre los nativos, explorando los alrededores; Jhaleb, el único que hablaba inglés, me dijo sobre los rumores que tenían años pegando duro en los alrededores. El monstruo de arena. Ridiculeces de gente barbuda. En cuatro meses de pasearme por las dunas no vi ningún monstruo de arena. Ni lluvia. Entonces, escondido detrás del puesto de alimentos, un hombre con pinta de explorador habló en inglés con otros a su alrededor, con su grupo.
     Después de que llenamos los barriles de agua, uno de los hombres tiró un pedazo de roca en cada uno. Colocamos los barriles uno encima del otro hasta que el último tocaba la superficie. Nos pagaron y nos ordenaron retirarnos. Todos se fueron con su paga hasta el pueblo. En casa la cabeza me daba vueltas. Insolación. Bebí una jarra completa y me quedé dormido. ¿Qué estaba pasando? Salí a inspeccionar. Tres hombres locales estaban encargados de llevarles agua a sus nuevas instalaciones. Hablé con uno y le ofrecí dinero para que me dejara llevarles el agua a mí. Cuando entregué los cántaros, rápido me despacharon. Observé todo lo que pude y nada se me hizo destacable. Volvía a ponerme en marcha, a caminar de vuelta dos kilómetros a la aldea y entonces vi a una mujer y su hija ir en dirección a los vehículos, al perímetro cerrado. Se veía molesta. Cruzamos miradas y unos pasos de distancia; entonces la tierra tembló sutil. La señora se detuvo con su hija por un segundo. Se abrazaron y siguieron caminado. Qué difícil es avanzar dos kilómetros bajo el sol, sobre la arena, con la intensión de zacear una ingrata curiosidad y no llevarse nada. Seguí caminando unos cien metros más hasta que la tierra volvió a estremecerse. Algo andaba mal. Apresuré el paso, ya nervioso, seguro de algo. Mis pasos iban firmes, rápidos, con los ojos puestos en la ciudad de Jahleb; de reojo, a mi izquierda, una montaña nació entre las arenas y desapareció en una niebla de tierra. Otra vez tembló. Por la tierra se formaban surcos. Me eché a correr en dirección a los militares ¡De eso se trataba todo! Un hombre de uniforme me hacía señas con los brazos, negándome el paso. Le hablé en inglés, le pregunté qué estaba pasando. La tierra una vez más se movió con brusquedad y nos tiró al suelo. Los objetos que colgaban de cuerdas en los refugios de lona, cayeron al suelo. Me levanté antes que el hombre de uniforme y así no pudo detenerme. Me adentré en el perímetro. Vi a la mujer con su hija discutir a gritos con un hombre en el idioma local. Me coloqué detrás de una lona azul. «Qué estoy haciendo». El hombre le entregó a la señora un manojo de billetes; así se calmó. Se alejó con su hija, agarradas de la mano, de regreso a la aldea. Había cuatro vehículos militares apuntando a esa dirección. Aún tenía en mis manos uno de los cántaro de barro, vacío, donde había transportado agua. Sentía las azas, apretándolas, pensado qué podía hacer, qué estaba sucediendo. Estaba atrapado. Me sentía seguro tras la lona, protegido en su sombra, pendiente de los movimientos de los militares y de las tierras. El hombre que venía de explorador se acercaba al lugar donde habíamos cavado los 15 metros. Se inclinó hasta tocar el suelo y sosteniendo el rectángulo metálico, lo acercó al bulto que sobresalía de la arena. Una luz azul salió del aparato, visible a casi cincuenta metros de donde me escondía. El hombre del dispositivo caminó hasta una mesa con un cántaro de agua y vasos de vidrio transparente. Se bebió el agua con la vista enfocada en las dunas, inspeccionándolas a detalle. Dejó el vaso sobre la mesa y las arenas volvieron a estremecerse. Esta fue la más violenta de todas; la lona del refugio donde me hallaba se sacudió hasta caerse; los hombres en los Jeeps se bajaron y miraban a todos lados. Permanecí en el suelo tapado por la lona, viéndolos volverse locos. El hombre del dispositivo corrió hasta el bulto que sobresalía de la arena y volvió a colocar su mano sobre él. Aquel aparato volvió a brillar y el baile de la tierra terminó. Dos hombres que levantaban la lona para reconstruir el refugio me descubrieron; me sujetaron los brazos y me llevaron hasta la mesa con el cántaro de agua. El hombre del dispositivo se acercó preocupado. Me habló en idioma local. No entendía nada. Moví mi cabeza negando con lentitud, confundido, seguro de que había cometido un error en haber venido. El hombre del dispositivo cambió su actitud y habló de nuevo subiendo el tono. Subí la mirada y vi sus ojos concentrados en mí. La tierra tembló y a nuestra derecha vimos un cúmulo de arena salir despedida varios metros hacia el cielo. Se formó un volcán de arena instantáneo que parecía desplazarse. Las ondas de calor hacían ver al panorama como un espejo salpicado de agua. La señora y su hija aparecieron corriendo de vuelta hacia el perímetro y tras ellas una sombra de arena gigante imposible de distinguir. Los hombres que sujetaban mis hombros y mis brazos dejaron de hacerlo. Estábamos hipnotizados, atentos a lo que había frente a nosotros. La señora siguió corriendo por la arena hasta que la gran sombra la cubrió por completo. El hombre del dispositivo fue hacia el barril enterrado en la arena y una vez más lo tocó. La montaña de arena dejó de desplazarse. Le pasaron unos binoculares muy gordos al hombre del dispositivo. Los hombres que me sostenían volvían a apretarme.
     Bip Bip     De la radio un hombre informa que “La boca está cerrada”. «La boca está cerrada. La boca está cerrada». El que sostiene la radio hace una rabieta y exclama para sí mismo “Maldición”. Me dejan sin mis guardias personales, se esfuman y me dejan con el hombre de la radio quién sólo mira ese objeto como si tuviera la respuesta. Todos corren a los vehículos y regresan al perímetro, elevando nubes de arena a su paso.



—Esta es la tierra donde se presentaron los desplazamientos. Los registros tomados hace tres años muestran la más grande discrepancia con los registros de hace un año. Miren los túneles. —Y señaló las líneas en la hoja.
—¿Y cómo lo atraeremos? —El hombre de la hoja mostró a todos un dispositivo del tamaño de un celular que parecía un simple rectángulo de metal. Los hombres contrataron mano de obra local e hicieron excavaciones a dos kilómetros del pozo más cercano. Dentro de los hoyos colocamos barriles con agua. Cavamos, diría yo, alrededor de quince metros. Jahleb, quien es un hombre importante, un empresario local, me recomendó que para guardar las apariencias les ayudara. Juntando todo el sudor que acumulé en 42 años, no se acerca a lo que derramé esa semana. 

— ¿Qué es? —dije olvidando donde estaba y con quienes. El hombre seguía mirando por los gruesos binoculares y con la mano ordenó a los militares que se acercaran. Dos camionetas arrancaron hacia la montaña de arena. El hombre del dispositivo sonrío y les dijo a los hombres que me sujetaban que trajeran una silla. Me sentaron y tuvimos una conversación exprés en inglés donde me dijeron que no podían soltarme por el momento. La radio en la mesa sonó. El hombre volvió a correr hacia el barril y volvió a brillar el destello de luz azul del aparato.
—¿Qué es esa cosa? —Silencio. El hombre se pasó la manga por la frente secándosela, y con la otra mano señaló uno de los Jeeps
—Llévenlo —dijo.
     ¿Has caminado en la playa? A que es cansado. Imagina caminar casi 400 metros con dos cántaros de agua. Me subieron al Jeep y me recargué cerrando los ojos, sintiendo la suave piel de los asientes contra mi frente. Avanzamos hasta el cúmulo de rocas, verdaderas rocas, vestigios de un antiguo oasis marchito. Nos bajamos y llevándome agarrado de los brazos caminamos sobre el suelo de piedra donde aguardamos de pie. El que venía de copiloto tenía en la mano una radio que miraba con desesperación. Aquella montaña movediza no era un espejismo.


—¿Tan malo es? —Interrumpo al hombre de la radio
—Muy malo
—¿Pero… qué? —Se lo pensó poco. Con la frente arrugada, estando sólo él y yo, aquel hombre dejó salir las palabras que yo ya conocía.
—Venimos por el monstruo de Arena.  Aquella cosa que emergió del suelo es un animal. Y se nos ha complicado.
— ¿Qué pretendían hacer?
—Te reconozco —«No lo creo» —Eres de los que cavó, ¿no? Las vibraciones al caminar o los propios vehículos harían muy poco para llamar su atención. En cada barril vertimos agua y pastillas ionizadas de un metal con fuerte resonancia magnética. Buena parte de lo que vendría siendo la cara del monstruo está constituida de un tipo de metal que reacciona con lo que hemos puesto en los barriles. Pero con ese impulso no sería suficiente; fue necesario el uso de un algo más…
—¿El aparato que brilla? —Oh, el incómodo silencio.
—Exacto, el aparato que brilla.
Me senté cerca de una roca plana.
—No te pongas cómodo —Y rio. Las camionetas casi llegaban hasta nosotros cuando por fin pude apreciar la gran bestia que yacía acostada calentándose en la arena. Era tan ancha como una casa y tan larga como una calle. Quieta parecía dormir; no le hallaba al rostro, ni le encontré los ojos pero sus dientes ¡Dios! Parecían las hojas de una licuadora. Comparaba el tamaño del animal con el de los Jeeps y era ridículo. Todas las personas que habían ido a inspeccionar a la bestia estaban de vuelta con nosotros, incluido el hombre del aparato brillante. Ya nadie me consideraba una amenaza, me tenían sin cuidado. Todos se organizaron y se formaron, poniendo atención al hombre del aparato brillante.
—Esta noche dormiremos aquí, caballeros. El espécimen no despertará, pueden dormir tranquilos. Tendremos que deshacernos de él de la forma que menos queríamos. A mano. El equipo de taladros llegará por la mañana y tendremos que acabar para antes de las siete o nuestro amigo allá —apuntando al monstruo, haciendo énfasis agitando un dedo acusador —no estará de buenas. Manos a la obra.
Unos venían y otros iban; trabajaban formando con las lonas nuevos refugios. ¿Si no hay peligro, porqué quedarnos en esta roca?, preguntó uno en silencio. Tenía razón.
—Esta roca es sólo una ilusión de seguridad. Si quisiera, aquello podría partirla desde abajo sin problemas —El grupo me vio y con la misma sencillez que los demás, me ignoraron y dejaron de hablar entre dientes.      Sintiendo la arena rozar mi piel, recordaba a aquella mujer y su hija. Fueron tragadas. Maldición, deben seguir con vida dentro de esa cosa. Igual que Jonás. Y tal vez mañana, cuando le perforen el estómago, aquellas máquinas sean quienes terminen por matarlas, licuándolas a miles de revoluciones por minuto.