sábado, 3 de agosto de 2013

La Amenaza de Joad

granja, tétrico, puesta de sol,

—Voy a agarrar ese alambre y te lo voy a enterrar en el estómago. Veré que tan hondo llega. Cuando toque un fondo voy a subirlo hasta tu pecho. Espero mantenerte despierto el mayor tiempo posible, maldito. No te voltees, ¡Mírame! ¡No he acabado! Cuando acabe contigo quedarás loco de ver tu propio cuerpo desmembrado. ¡Tal vez hasta puedas ver tu propio corazón funcionando! Te voy a mantener con vida todo el tiempo que pueda. Conocerás que la demencia por dolor es peor que la muerte. Llegará un punto en que tu cerebro se dará por vencido. Mandará tantas señales que quedará exhausto. Eso sí te matará. Y aún no habré acabado contigo. Usaré aquella hacha y te cortaré la cabeza, la cual mandaré a tu maldita madre ¡¿Me estás oyendo?! ¡Se la enviaré a tu madre maldito animal! ¡Te arrancaré los dientes y luego se la mandaré! ¡¿Estás entendiendo!? —Dijo Joad a Owen, quien estaba atado a un poste de madera en una granja en Kansas. Si, dijo Owen.

     El alambre que ataba a Owen estaba muy apretado y comprimía su cuerpo dificultándole a sus pulmones trabajar. El día estaba nublado, un milagro del clima de Kansas. Owen no sólo tenía a un hombre que lo amenazaba de muerte y que además de matarlo le mandaría a su madre su cabeza con los dientes destruidos. También unas hormigas se le subían por la espalda.
     Joad miraba por la carretera impaciente. Sus amigos se supone que vendrían con una camioneta para llevarse a Owen y poder interrogarlo acerca de unos imperfectos que habían ocurridos días atrás. En la granja que Owen tenía a sus espaldas se escondían drogas y nadie relacionado con la policía lo habría sabido jamás. Owen era el único que vivía en la granja, abandonada de años, y un día que fue a la ciudad por provisiones, los 90 kilos que tenía bien protegidos bajo una trampilla en el granero ya no estaban.
—Owen, lo que dices es una mierda. Voy a intentarlo una vez más, por las buenas. ¿Quién tiene los 90 kilos, eh, Owen? —Con una cinta en la cabeza sólo lograrás balbucear unas palabras. Joad retiró la cinta y pateó las piernas de Owen, animándolo a que se apurara con la respuesta.
—¡Que no sé! ¡No tengo la menor idea, Joad! ¡Es una trampa!
     Y Joad volvió a patearle las piernas.
La camioneta por fin apareció, una Ranger azul muy acabada conducida por tres sujetos. Subieron a Owen a la parte trasera tratándolo como a un cerdo muerto. Le pusieron más cinta y ataron sus brazos y piernas y condujeron hasta hacerse de noche. Sin el alambre que lo envolvía del pecho, Owen respiraba un poco mejor, pero la angustia de no saber que le aguardaba su destino próximo lo tenía bastante tenso. En la solitaria parte trasera se imaginaba a Joad cumpliendo todas sus amenazas. ¿Hasta dónde llegaría el alambre de habérselo encajado? ¿Sería posible ver su propio corazón latir antes de caer muerto? ¿Se puede uno volver loco del dolor? El triste muchacho imaginaba a su madre abriendo un paquete con una cabeza desfigurada dentro, seca por completo, con los ojos abiertos y sin dientes.
     La Ranger llegó hasta una casa cuyos alrededores estaban muy bien iluminados. Para desgracia de Owen no había ni una sola alma a la vista. Se apresuraron a cargarlo entre los cuatro y todos corrieron con Owen en los brazos hasta la casa donde una una mujer muy irritada ya los estaba esperando.
     Apenas dejaron al pobre cerdo en el piso, la histérica mujer empezó a patearlo. Maldito cerco, le gritaba. Los hombres dejaron que se desquitara y cuando la mujer se cansó, fue a la sala donde se sentó a respirar.
—¿Quieres explicarle tú mismo a la señora cómo se te perdieron 90 kilos de producto en menos de tres horas, eh Owen?
—Yo me fui a la ciudad y cuando regresé ya no estaba. No hablé con nadie. Nadie sabía que yo lo tenía y mucho menos donde estaba —La señora se había prendido un cigarro y miraba a Owen con todo su desprecio.
—Entonces crees que fue un trabajo interno, ¿no? —Owen asentía desesperado—. ¿Quién?
     Owen no pudo decirle ningún nombre. No pensaba en nadie. Tenía semanas de estar completamente solo e incluso hasta temía que el robo hubiera ocurrido antes.
—¿Ya lo vio señora? Hay que matarlo ahora mismo por estúpido. El imbécil no debía abandonar jamás la granja.
—¡Se acababa la comida! Se suponía que vendrían a dejarla hace dos semanas. Me tienen incomunicado, ¿Qué se supone que tenia que hacer?
—¿Por qué nadie fue a dejarle provisiones, Joad?
—¡Ah, ese cerdo miente! Claro que que fueron. ¿Verdad que fueron a entregarle las latas, Alex? —Joad se volteó para ver a Alex, el conductor de la Ranger y encargado de llevarle cada semana las latas de comida a la granja. Alex dijo que sí.
—¡No es cierto! ¡Joad, no es cierto!
—Claro que fuimos. Yo y Enrique te ayudamos a bajar las latas, pinche desgraciado.
—Dime Alex, ¿Eran los frijoles o las verduras? —dijo la señora.
—¿Qué?
—Que cuáles fueron. Las latas de frijoles o de verduras las que no hicieron un viaje a la granja porque cuando fui a comprarlas no había.
—¿Cómo voy a saber? Las entregamos en bolsas negras. No podíamos verlas —La señora sacó un arma de sus holgados pantalones y disparó dos veces contra Alex
—¿Qué, estás loca? —dijo Joad.
     Los hombres que ayudaron a cargar a Owen y el propio Owen estaban aterrados. Joad sólo estaba muy molesto.
—Yo también compré las bolsas. Y eran transparentes. Owen, eres un imbécil pero te creo. Te tendieron una trampa. Esperaron a que te quedaras sin provisiones para que dejaras la granja —Owen no sabía como actuar.
—¿Y ahora cómo vamos a seguir con esto?
—Aún nos queda Enrique —Sacó el teléfono y llamó a un hombre a quien le dio las sencillas instrucciones de no matar a Enrique, el obrero clase media que laboraba en una de las plantas fabricadoras de agua purificada. Cuando se lo pedían, Enrique hacía trabajos para la familia García: lavar la sangre de las camionetas, deshacerse de cuerpos, vigilar enemigos y a veces llevarle comida a Owen. Siempre acompañado porque el comportamiento de Enrique solía perder el control cuando trabajaba solo.
—Owen, muchachos, lleven a Alex a la camioneta. Con cuidado. Owen, todo está bien.
—Gracias señora García —La señora se metió a la cocina y Owen se apuró en hacer su nueva tarea lo más rápido posible. Joad la alcanzó y se sentó en la barra.
—Casi mato al cabrón —dijo Joad.
     La señora se rió. Meneó la cabeza y abrió el refrigerador. Sacó un pastel que llevó a la barra y llevó dos platos y dos tenedores. Los muchachos regresaron de depositar a Alex en la parte trasera de la Ranger y se acomodaban en la sala.
—Chicos, ¿quieren pastel? Está delicioso —Todos agradecieron la oferta pero ninguno la acepto. Los muchachos se dispusieron a ver las noticias y Joad continúo hablando en voz baja.
—Casi le entierro un alambre en las tripas. Pero estuvo bien; ya sé que le haré a Enrique si no quiere hablar.
     La señora García y Joad se comieron tres pedazos de pastel cada uno y también se tomaron varios vasos de refresco. Discutieron sobre los planes del día siguiente. A qué lugar nuevo tendrían que mandar a Owen para que continuara con su trabajo de cuidador, y se quebraban las cabezas pensando quién podría ser el traidor, porque estaban seguros de que Enrique no era tan inteligente; a él no se le podía ocurrir todo ese brillante plan.
     Por las noticias el presentador informaba que en unos momentos daría a conocer que fueron hallados 90 kilos de cocaína en la banca de un parque público. La señora García y Joad se levantaron de la barra y esperaron en la sala a ver la noticia que los concernía.
"90 kilos de cocaína contenidos en doce paquetes fueron encontrados en el parque Municipal hoy a las dos de la tarde por una niña que luego avisó a su madre"
—¿Serán los nuestro? —Preguntó Owen
—Owen, vuelve a preguntar algo así de estúpido y ahora sí te entierro ese alambre.
     Los muchachos que ayudaron a cargar a Owen y a Alex se rieron. El celular de la señora sonaba y cuando contestó, todos guardaron silencio.