jueves, 26 de diciembre de 2013

Isla Metáfora

 
volcán, aeronave, avión, estallido, erupción,

      Solo y en silencio. Las letras sobre el monitor aparecían una tras otra. Era casi magia. Las ideas salían, salían y salían, como emergidas de un mundo oscuro que guardaba todas las respuesta que pudieras formular. Vago y extenso, las ideas que habitaban en el ser iban formando islas. Pequeños islotes de tierra amarilla que contenían millares de palmeras de un verde brillante. El agua y el cielo tenían el mismo tono apagado. Era tarde. El sol era tapado por las nubes que se arremolinaban bajo él, y amenazaban con lluvia, lluvia tropical sobre la isla verde aguacate. Pero aún con tanta niebla, los aviones pasaban a todas horas, como siguiendo una marcha establecida. Iban guiados por radares, así que el mal tiempo era apenas un detalle del día y no figuraba como verdadero problema para los pilotos experimentados.

     Entonces, a las cuatro de la tarde y no a las tres cincuenta y nueve, y afirmo, no a las cuatro con un minuto, el volcán central de la isla estalló. Truenos emergidos del centro de la tierra hicieron vibrar a cuantos existían a cientos y cientos de kilómetros a la redonda. Todo bailaba y todo se sacudía en raquídeos de auxilio y desesperación. Los animales de cuatro patas se abrazaron contra el suelo y los animales de dos, contra los árboles. El piloto que pasaba encima de la isla cuando el reloj marcaba las cuatro con cuatro tuvo la desgracia de creerse más listo, más afortunado. El favorito de Dios. Una gran bola negra de humo y ceniza golpearon los alerones con el estruendo de balas perdidas que agujeraron el metal y pusieron en picada al avión del joven Conrelius Bradbury. El suelo se acercaba, la aeronave daba vueltas y vueltas sobre sí misma, y antes de que Cornelius lograra vomitar su estrés, el avión se estrelló.
     Una vez más, la tierra se sacudió con estruendo, pero ahora se trataba de un área bastante restringida, apartada y en comparación con lo que había sido el volcán, pequeña.

     La cabina estaba agrietada, pero no quebrada. En su interior había vómito y sangre, ambas provenientes de la garganta de Cornelius, quien yacía inconsciente y con los pulgares rotos aún agarrados al volante. Gran parte del combustible, que habría hecho que al estrellarse el avión volara en mil pedazos, se había salido al dar aquellos giros interminables. Vida a cambio de vómito. Entonces, el calor del sol, pasados unos minutos, comenzó a afectar el interior de la cabina y el vómito fue cambiando de color. Se estaba cocinando. El olor, llegado un momento, fue tan intenso que despertó a Cornelius, aroma tan penetrante que levantaba muertos, porque eso era Cornelius, un hombre sin pulgares varado en una isla a la cual el cuartel había ordenado no acercarse. Rodearla en futuros viajes por la razón que ya todos conocemos. Cornelius empujó la escotilla con sus manos, con las palmas, se alzó del asiento, apretando los dientes debido al amasijo de carne amoratada que era su cuerpo, y respiró la sal del mar.

—Mientras esperaba.